domingo, 9 de septiembre de 2007

Retrato de familia


Ayer tuve una bonita jornada bucólica-campestre de lo más familiar. Con mi vestidito de guerrilera urbanita me presenté en casa de mi ex-familia política a merendar champán y eclairs de chocolate, a rebozarme por el cesped viendo jugar a los preciosos retoños del novio que más años me ha durado mientras charlaba con su mujer, cotillear con mi ex-suegra, disfrutar de la cara de felicidad de mi ex-suegro por tenernos a todos reunidos en perfecta armonía y participar, en fin, de una reunión oldies-goldies que me devolvió a casa con un par de kilos de más, ligeramente achispada y con el cariño de una familia como seguro contra los infortunios diarios.

Mi vida no tendría sentido sin la participación de todos ellos. No sería yo. No sería la misma. Desde hace unos venticinco años que nuestras historias se entrelazaron, nuestros caminos han ido parejos con sus baches, sus silencios, sus peleas, sus risas... Hemos crecido juntos, hemos aprendido, nos hemos enfadado a muerte, nos hemos querido hasta el delirio, hicimos bandos, los deshicimos, lo compartimos todo y nos lo quitamos todo una y otra vez hasta forjar unos lazos indisolubles, que, como una familia inventada (esa constante en mi vida) acabas aceptando que siempre estarán ahí, que nunca te van a abandonar.

Tanto mi hermana como yo, nos sentimos unidas a ellos por una suerte de cordón umbilical invisible e irrompible. Y aunque alguno de los miembros se aleje, siempre habrá una comida (como buena familia latina) para celebrar que se vuelven a juntar, y se grita, se discute, se dan sonoros besos, se critica, se alaba, se come hasta reventar, se conversa, se recuerda, se ríe y se cabrea uno, porque una comida familiar sin bronca es una cosa insípida, floja, de finolis aburridos y los Arias saben a vida por los cuatro costados.

Uno sale de su casa lleno, pletórico. Con el estómago mimado por el patriarca que pareciera que mide tu grado de simpatía por la cantidad de comida que eres capaz de ingerir y con un ahogo en el estómago por la emoción cuando escuchas "vosotras sois como hijas para nosotros". Con el corazón contento por las atenciones de mamá Arias, siempre tan sensible, amable y empática y de una conversación que nunca quiero acabar (mi suegra favorita, sin duda alguna). Con la mandíbula desencajada de reir por las anécdotas que todos compartimos tras venticinco años de historias. Con la confianza que da tanto cariño y que nos hace exponer nuestros miedos y preocupaciones sin cuidado porque sabemos todos que estamos en buenas manos. Uno sale de su casa queriéndolos más, si cabe.

Y si mi ex-novio ya no es mi ex-novio sino mi hermano y así, con amor fraterno, lo miro jugar con sus hijos, orgullosa de verlo satisfecho, en calma, feliz al fin, con una mujer maravillosa que lo adora y lo entiende como se merece, llevando la vida que desean. Y si mi ex-cuñada ya no es mi ex-cuñada sino mi hermana, y así compartimos confidencias, frivolidades, vinos, tardes de tiendas, cenas de chicas, broncas familiares y planes... pues qué quieren que les diga... que soy una mujer feliz y presumida de tener cerca a esta familia como familia.