martes, 19 de agosto de 2008

pequeña crónica veraniega (primera parte)



Desde que el Mandarín y servidora nos hemos convertido en Pinypon, la casa que ocupamos se ha llenado de armarios; las paredes exhiben grabados, pinturas y montajes fotográficos tal que si fuera el MOMA; mis vecinos tararean canciones de Squirrell Nut Zippers y España empieza a conocernos, porque viajamos más que Willy Fogg.

Todo empezó hace dos años, cuando no pude ir a la boda de la Alacrana en México. Me había hecho un vestido super chulo para la ocasión, un cruce entre geisha a los Russ Meyer y la princesa Leia de la Guerra de las Galaxias con una tela de un diseñador finlandés la mar de pop. Y no lo pude estrenar, así que me quedé con la pena esperando el momento de lucirlo. Ahí voy yo con mi pena cargando cuando nos invitaron a una boda en Pamplona. Ahora van a saber los navarros lo que una ociosa es capaz de hacer con unos metros de tela comprados en las rebajas de una maison de luxe, me dije.

Y, ¿qué hace un hombre de bien cuando tiene una boda en Pamplona a las 12,30 un sábado?, pues, efectivamente: llevar a su contraria al Guggenheim el viernes en la tarde. La gente cree que el Guggenheim es un alarde arquitectónico. A mí me han contado de buena tinta que Gehry construyó el museo en el patio de su casa con papel albal y escayola, después lo trasladaron con helicópteros a Bilbao y lo dejaron caer, por eso muestra ese look arrugueitor tan moderno. Ahora, que bonito es un rato, que los vascos son los más molones de España en esto del diseño.

Lo malo es que al Mandarín le atacó el síndrome "quesoydebilbocoño" y no paró hasta que se hizo unos largos en las playas de Getxo a la que se ponía el sol mientras yo tiritaba de frío desde la orilla envuelta en dos toallas. Hasta que no le dije que había una amenaza de bígaros carnívoros, el tío no salió del agua.

Esther Williams y yo llegamos al hotel a eso de las dos de la mañana, así que no vimos nada de Pamplona más que el hotel.

Campanas de bodorrio de alcurnia sonaban cuando despertamos. Alicatados hasta las pestañas, fuimos a desayunar a un bar en el que servían cafés con leche tamaño barreño. Así me gusta, a lo grande, venga... y comienzan los encuentros, los saludos, mi pamela es más grande que la tuya chincha-rabiña, ¿quién tiene mi drogaína?, el Txetxu sigue en la Herrikotaberna desde anoche... en fin, lo normal en una boda en el norte, ya sabeis.

El autobús aquel parecía un muestrario de crinolinas y sedas salvajes cuando llegamos a la ermita, junto al río, con sus peregrinos del camino de Santiago japoneses y todo. Aquel conato de iglesia se llamaba Arre. Para mí que era pa´ animar a entrar a la gente. Pero ni por esas. Todo el mundo en la puerta mirando a un ertaintza de txapela blindada con cara de "susempaquetoatós" que charlaba con el cura. Todo muy sospechoso. Yo intenté subir al coro pero me dijeron que si cantaba me metían en un zulo y tenía hambre, así que desistí y esperé fuera.

Como parece que se dieron el "sí" de rigor, nos subieron de nuevo al bus y aterrizamos en una bonita, enoooooorme, elegante y finísima finca navarra, propiedad of course, de la familia. A tenor del tamaño de los abetos, esa finca viene de los tiempos de Carlos V. Para que se hagan una idea de la fiestecita, envidiosos lectores, los ex-novios hicieron entrada triunfal en la carpa bailando al ritmo de "La Casa Azul" en sustitución del relamido vals que estos delicados oídos agradecieron sobremanera.

Hicimos lo que hay que hacer en las bodas: comer y beber como si el mundo se fuera a acabar (el mandarín debió pensar que el armagedón llegaba en quince minutos porque se pimpló una botella de güisqui en un abrir y cerrar de ojos), bailar cosas extrañas que nunca reconocerías siquiera haber escuchado y "sufrir" encuentros más extraños aún -mi pasado adolescente en El Escorial empeñado en hacerse presente, glups-, en fin, lo normal, incluído el síndrome "Tony Manero" que le atacó al Mandarín sin ninguna compasión por estar aún bajo los efectos del "QuesoydeBilbocoño".

Y nadie sabe cómo pero al momento era el día siguiente e íbamos camino a Zarautz con una resaca del quince. Especialmente, el Tony Manero vasco que conducía el coche en el que estaba subida. El caso es que hay que joderse con lo fría que está el agua en el norte, ridiela. Se le quitan a una las ganas de aprender a nadar. Cuando empecé a ponerme toda azul y dura, el mandarín, que es un caballero, me cargó como si fuera un tronco a lo aizcolari y me llevó a una taberna en el puerto a ponerme tibia a pintxos. Después de treinta y dos txiquitos empecé a recuperar la memoria. El alcoholismo hay que mantenerlo o se te olvida, como el inglés.

Ale, que ya continuará en otro momento... O no...

Foto: Guggenheim, Bilbao. Autor: El Mandarín.