martes, 18 de mayo de 2010

Grandes mitos de la maternidad chápter trí: Ya estoy aquí, mami¡¡

Lola me despertó a patada límpia a eso de las ocho menos cuarto. Tal fué el ímpetu de la criatura que llamamos a una comadrona:

- Esto ya está -dijo ella como si se tratara de un bizcocho ya horneado- nos vamos a la sala de partos, ale, despídete...

- adiooooooooos... dije yo, medio bostezando, tratando de ponerme en situación: voy a ser madre en unos instantes¡¡, esto cambiará mi vida para siempre¡¡¡, vamos, despierta, hombre¡¡¡ (esto me lo decía yo para mis adentros porque me parecía un momento muy trascendental y yo no estaba a lo que estaba, vamos que hubiera seguido durmiendo tan pancha).

Mandarín me tomó la mano, amoroso, y me regaló la mejor de las sonrisas. Yo me deslizaba, alejándome en camilla, por los pasillos hasta la sala de partos con una calma impropia de una madre primeriza: mi madre y mi hermana, sobre todo mi hermana que lloraba a lágrima viva, estaban hechas un manojo de nervios. Mi suegra, muy discreta ella, debió de desconectar el sonotone para no volverse loca con las manifestaciones de alegre ansiedad de las de mi sangre.

Eran las ocho menos diez cuando me subían a la silla de parir. La ginecóloga me dijo:

- En cinco minutos tienes aquí a tu niña.
- No creo, respondí, yo nací a las ocho y cinco y mi hija nacerá a la misma hora.
- No, hombre, antes, antes... insistió ella.
- Veremos, dije yo.

Mandarín pegado a mi cabeza, con la cámara en ristre (sí, hay vídeo) en una mano y en la otra mi mano. Los dos tranquilísimos. La gente, la gine, comadronas, enfermeras, todos los que estaban allí corrían mucho o al menos era la impresión que yo tenía. Y yo quería que las cosas fueran más despacio, quería ser más consciente, quería disfrutar más ese momento irrepetible, pero no podía hacer nada: yo sólo era una parte del engranaje y aquello iba solo sín mí. Mi cabeza iba más lenta que los acontecimientos pero me esforcé por seguir las indicaciones que me daban.

- Empuja, empuja¡¡

Pero yo soplaba. Soplaba¡¡¡. ¿Que porqué soplaba?. Ahora voy a contar la verdad para que nos os pase lo mismo que a mí.

En las clases de preparto hay varias dedicadas a la respiración en los pujos, te enseñan a respirar para no marearte cuando estás pariendo y cómo direccionar la fuerza para el expulsivo y bla bla bla.... pues yo me lo salté. A la torera. Es más, cuando hacíamos ejercicios de respiración imitando el parto, a mí me daba la risa y hacía cualquier cosa menos lo que tenía que hacer. Aparte de hacer el gilipollas, es que nunca presté atención a lo que hay que hacer en el parto porque estaba segurísima que la madre naturaleza haría su trabajo sin tanto vídeo y tanta leche.

Y llegado el momento, SOPLÉ. Háganse cuenta que yo estaba ante la tarta de cumpleaños de la bisabuela de 98 años y tuviera que soplar las velas para ayudarle. Pues eso mero estaba haciendo. Se me quedaron viendo con cara de "estatíaestonta" pero como todo iba tan rápido, se limitaron a gritarme:

- No soples, EMPUJA, EMPUJA A RITMO DE LAS CONTRACCIONES¡¡¡ AHORA¡¡ AHORA¡¡¡

Ah, bueno, pues empujo, haberlo dicho antes¡¡¡. Empujé una, miré el reloj, las ocho y dos minutos, empujé dos ¡¡¡MÁS FUERTE, YA SALE¡¡¡ ¿LA VES? ¿LA VES?, no, no la veo... tengo una panza gigante en medio que no me deja ver, joder¡¡¡¡, empujé tres y... asomó una cabecita llena de pelo negro de la que sobresalía una nariz... sin duda, es mi hija... MI HIJA¡¡ MI LOLA¡¡¡ ¡¡QUÉ BONITA ES¡¡ MI NIÑA¡¡.

Eran las ocho y cinco. Tal como predije, mi niña nació a la misma hora que yo. Se la llevaron a lavar y Mandarín salió detrás de su retoño dando saltitos de alegría mientras me hacían los últimos arreglos (no duele nada, no te enteras de nada, la felicidad es una anestesia estupenda, y la epidural también, claro).

Cuando salí del paritorio, ahí estaban las recién estrenadas abuelas y mi hermana hecha un mar de lágrimas, la pobre, demasiada emoción. Me decía que como no me habían oído gritar ni quejarme, estaban preocupadas por mí. Y es que es cierto que no dije una palabra más alta que otra, todo lo que hablé fue en tono normal de conversación y ni un quejido, oye.

Me llevaron a la habitación. Yo sólo quería ver a Lola. Luego (dos días después) supe que mi parto no fue todo lo idílico que debía haber sido y que Lola vino con una vuelta de cordón y alguna cosilla más, y ahí estaban haciéndole unas pruebitas. Supongo, porque no lo recuerdo, que en la habitación estaba nuestra familia. No recuerdo nada.

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Sólo veo en mi cabeza cuando una enfermera apareció por la puerta empujando una cuna transparente con una pelotilla peluda envuelta en una toalla. Mi pequeña... Acto seguido estaba colgada de mi pecho, mamando con soltura y hambre de meses.

La felicidad era aquello. Ese momento. Esa carita colorada y hambrienta que no me soltaba, esas manitas de juguete agarrándome con carácter como diciendo "esta mami es sólo mía" y esa extraña seguridad que aquello era mi carne y yo le pertenecía, que había un cordón umbilical que nos unía y que no habían podido cortar porque no se ve.

No sé si había más gente en el cuarto o no. No recuerdo nada más que mi pequeña bolita hambrienta mirándome, reconociéndome, haciéndome suya para siempre, estableciendo esos lazos tan cabrones de los que todas las madres hablan y tú no sabes qué coño es eso hasta que lo sientes.

Bueno, el Mandarín sí que estaba porque nos hizo un fotomontaje y se ha convertido en mi foto favorita del mundo entero. Pero yo no le recuerdo tomando fotos, ni nada de nada que no fuéramos ella y yo, juntas, unidas.  

Es lo más grande que me ha pasado. Es lo más salvaje, emocionante, natural, hermoso y puro que me ha pasado.

Y todo en tres kilos doscientos cuarenta. Hay que joderse.

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