jueves, 15 de julio de 2010

de música ligera

Me pasaba horas poniendo discos. Sentada en el suelo, con pilas de vinilo repartidas por el salón agrupados en montones seleccionados para que combinaran por orden. Un disco, este corte y terminando lo que pide es este otro. Es su orden natural, lo perfecto.

Suena "Ceremony" de New Order -ya sé que es de la División Alegre, no jodais-. Me sigue pareciendo un tema flipante. Lo era hace venticinco años y es tan bueno que sobrevive con la misma oscura belleza impecable de entonces, sin que el tiempo le haga mella.

Hace venticinco años lloraba con facilidad escuchando música. En realidad creo que he sido capaz de llorar por la música hasta hace muy poco. Ahora casi no tengo tiempo. Me da cierta pena. Solo cierta porque molaba esa especie de inmersión autista que hacía en mis discos pero era algo muy personal e íntimo y me costaba mucho, muchísimo, compartirlo con nadie más. Me ponía cantar, a bailar, me disfrazaba. A veces (muchas) escuchaba el mismo tema veinte veces seguidas. Y me molestaba que alguien me interrumpiera, me hablara o me pidiera algo: no podía hacer otra cosa que atender a mi necesida de escuchar lo que quería escuchar, fuera una y otra vez durante horas el mismo disco de Bowie.

Lloraba porque me abrumaba la belleza. No es coña. Me sentía como sepultada por un alud de sonidos hermosos, tan hermosos que me herían. Como si no tuviera tiempo en lo que dura una canción a asimilarla y me desbordara, se me saliera. Y casi siempre llegaba a ese grado de éxtasis con temas que no me entraban bien a la primera. Como que lo mejor era lo más difícil. Discos que necesitaban una, dos, tres escuchadas antes de darte cuenta de lo que escondían, de que se abrieran a tí como una revelación, de caer rendido a sus pies, enamorado.

Era un rollo muy religioso. De hecho, era mi única religión.

A veces, en días como hoy, echo de menos aquellas tardes infinitas a solas con mis vinilos.