jueves, 30 de septiembre de 2010

cosas que una madre (primeriza) debe saber

Miren ustedes bien la fecha de caducidad de sus condones o pueden acabar como yo: FATAL.

Creo que es ahora cuando la verdadera dimensión de lo que supone la maternidad me está abriendo los ojitos ojerosos estos que luzco a duras penas. Es duro esto. Me ha costado casi quince meses reconocerlo, pero ahora lo hago, bajito y al oído pero lo hago.

Mi más rendida admiración hacia todas esas madres trabajadoras que llevan a sus retoños a la guardería hechos unos pimpollos, mientras cargan sus portafolios de ejecutivas y su melena perfecta a golpe de secador.

Desde que Lola va a la guardería yo no consigo llegar con el pelo en su sitio a la oficina. Y muchas veces, lo reconozco y no saben el dolor que esto me causa, tiro del odiadísimo chándal (eso sí, diseño malasañero gracias a la familia tensa que se lo regaló) porque dicen las monjas (esta es otra) que no se hacen con los petos monísimos, que son muy raros y que así no se manejan. Fuera petos y arriba el chándal, cielo santo.

Nos hemos visto obligados a llevar a Lola a una guardería de monjas porque era la única que podíamos pagar en un radio razonable entre nuestra casa y el trabajo. Y ahora mi niña señala al sagrado corazón como si fuera otro muñeco tipo Winnie the Pooh y a mí se me hiela la sangre. Mickey (que ya me fastidia bastante Disney), Pocoyo y la vírgen de la concepción. No me digan ustedes que es normal: los niños se han de quedar traumados venga rayos celestiales y sangre manando de heridas. La hostia, y nunca mejor dicho.

Mi niña llega a la clase y la recibe una monja pakistaní con su toca y su hábito, todo el kit completo: hasta las gafas de monja. Lola se pone a llorar, nos ha jodído¡¡¡, a ver quién es el guapo que no llora ante semejante panorama.

Yo salgo de allí con el corazón encogido y rezando (qué paradoja, no?) por que no la metan en la cabeza fantasías divinas que para eso ya estoy yo que hago volar los biberones como si fueran cohetes con sus ruidos de propulsión y todo. Y que me la devuelvan entera, que a esta gente le gustan mucho las reliquias y mi pequeña es muy bonita.

Pero es que además de las angustias metafísicas que me asaltan (sentido de culpa, responsabilidad, etc.) están las físicas, amigos. Y es que no ganamos para visitas al médico.

Yo, que me ufanaba de haber parido poco menos que a la hija de Aquiles: fuerte como un roble, inasequible a los males que aquejaban a toooodos los hijos de mis amigos y conocidos, ella, que no había probado paracetamol, ha llegado a la guardería y se ha hecho amiga íntima de todos los viruses y bacterias que pueblan la tierra y con todos llevamos conviviendo desde hace un mes.

Imagínense, amigos, un mes en los que hemos padecido juntas y al alimón (lo suyo es mío y juntas lo sufrimos) gastroenteritis, vómitos, diarreas, faringitis, otitis, dolores de muelas, gripe, resfriado común y del de edición especial con bonus track... su pediatra y yo estamos planeando las vacaciones juntas porque me va a salir a cuenta, no les digo más.

Estoy para el arrastre, con cinco kilos menos (yuju), unas ojeras que no se van con lejía, caminando como un zombi y sobreviviendo cada día como puedo en espera de que este tormentón pase pronto.

Esto en un mes, que como dice mi amiga Queenie, me quedan como 30 años por delante...

Y todo hay que decirlo, el artífice de que este delicadísimo equilibrio no se venga abajo es el mandarín. Él no se enferma, ni se pone de malas, ni me deja colgada. Él siempre está dispuesto, disponible y adelantándose a lo que hay que hacer con esa sonrisa maravillosa que ilumina los días tan difíciles que estamos pasando.

Es el tipo más grande que hay sobre la tierra.

Les dejo, que he de ir a ver a la pediatra de mi Lola, la visita diaria, ya saben.